Rendimiento académico e influencia familiar: Variables y estrategias de afrontamiento. Primera parte. Año 2. Número 3
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Autor: Ahmad Ramsés Barragán Estrada.
RESUMEN
En este artículo que se divide en dos partes, la segunda se presentará en la siguiente edición de esta revista, se revisará la relación entre el rendimiento académico y la influencia familiar, así como los factores que influyen en cada uno y las propuestas de intervención más consistentes. Se exploran las vertientes biopsicosociales que propician la aparición del fracaso escolar y los caminos para erradicarlo. De igual forma, se resaltan los caminos trazados por cada una de las variables con las consecuencias posibles en la vida académica del estudiante. En la segunda parte del artículo se sugieren algunos constructos que prometen un mayor aprovechamiento en el rendimiento escolar del estudiante y que pueden ser promovidos por la familia, tales como la autoeficacia, la motivación, la asertividad, la comunicación o la autorregulación.
PALABRAS CLAVE: Rendimiento, académico, estrategias, afrontamiento, influencia, familiar.
INTRODUCCIÓN
Pero, ¿qué comprende el rendimiento académico? ¿Cómo determinar que está siendo el adecuado? ¿Son realmente una medida confiable las calificaciones de un estudiante? En el aspecto familiar: ¿distintos entornos familiares pueden producir resultados parecidos (buenas calificaciones, en este caso)? ¿Qué tipo de familia es la más indicada para generar resultados deseables en el estudiante? ¿Qué otros aspectos podrían estar relacionados? La respuesta no es sencilla, porque precisamente en ello radica la cuestión: no hay una sola respuesta, sino muchas.
Rendimiento académico
Partamos de lo simple: ¿qué es el rendimiento académico? Según el Ministerio de Educación en el Manual para Docentes de Educación Primaria (2002, citado por Aguirre, 2008), “el rendimiento académico es el resultado del trabajo escolar realizado por el estudiante”. Es decir:
La cantidad de conocimientos, capacidades, habilidades y destrezas adquiridas por el alumno en la escuela dentro de un marco de evaluación cualitativa, donde la enseñanza es un proceso de construcción de conocimientos elaborados por los propios niños en interacción con la realidad, con apoyo de mediadores, que se evidencia cuando dichas elaboraciones les permiten enriquecer y transformar sus esquemas anteriores y la enseñanza como un conjunto de ayudas previstas e intencionadas que el docente ofrece a los niños y niñas para que construyan sus aprendizajes en relación con su contexto (Aguirre, 2008).
De acuerdo con esta acepción, encontramos que así como los resultados importan (calificaciones), lo es igualmente la construcción de conocimientos en relación con la realidad, independientemente de si éste es favorable o desfavorable. Así, vemos que el rendimiento académico repercute en muchas otras áreas de la vida del sujeto.
El Banco Mundial (1966) es más claro al respecto: cuánto sabes y para qué sabes (pregunta que considera desde lo cuantitativo y hasta lo cualitativo) y que deja ver la utilidad en estos mismos términos: el someterse a un proceso de evaluación por medio de escalas –usualmente llamados exámenes– para medir el desempeño considerado aprobatorio en números; o por el otro lado, el de someterse a demandas procedentes del exterior y que involucran cualquier contexto en el que se desenvuelva la persona.
Nuevamente, y de acuerdo a esta perspectiva, entenderemos que un rendimiento académico inadecuado será aquel en el que un estudiante, al someterse a un proceso de evaluación (tanto cuantitativo como cualitativo) no hace uso o utiliza de forma inadecuada las habilidades y las destrezas adquiridas en la escuela. La deserción escolar entraría, sin duda, bajo este rubro.
No siempre un rendimiento académico inadecuado se relaciona con el nivel de inteligencia del educando. Así lo sostiene Secada (1972, citado por Aguirre, 2008) al argumentar que dichos resultados también tienen que ver con las condicionales temperamentales y características del individuo; que incluye el complejo mundo del alumno, su personalidad, su estado físico, sus aptitudes, su situación de vida y hasta los compañeros con los que se encuentra. Por tal razón, es erróneo suponer que el bajo rendimiento de nuestro hijo en un momento determinado, se debe enteramente a su inteligencia, ya que parece deberse a la complicidad de estos y otros posibles factores. Un padre diría “mi hijo es poco inteligente para el estudio”, mientras que un clínico aseguraría: “quizás se deba a otros factores o situaciones”.
DESARROLLO
Delimitar las variables que influyen en el bajo o alto rendimiento de los estudiantes de cualquier nivel, sería una labor no sólo titánica, sino prácticamente inasible. Así lo demuestran las múltiples investigaciones realizadas al respecto que con sólo incluir variables familiares, engloban relaciones tan diversas como el nivel sociocultural de los padres, la cantidad de hermanos y hermanas con los que se convive, las expectativas e interés del propio entorno familiar, y las disputas o problemas que surgen en el mismo (Morales, Arcos, Ariza, Cabello, López, Pacheco, Palomino, Sánchez y Venzalá, 1999).
Otros estudios, en cambio, se apartan de la influencia familiar en el sentido de la relación directa, estableciendo que las condiciones familiares habrán de influir de manera significativa en características cognitivas y motivacionales del alumno, siendo éstas las que determinen su rendimiento académico último (Bempechat, 1990; Castejón y Pérez, 1998; Fantuzzo, Davis y Ginsburg, 1995; Keith y Keith, 1993; Martínez-Pons, 1996; Patrikakou, 1996).
Un tercer grupo de investigaciones manifiesta su interés en los factores comportamentales tales como la motivación, la ansiedad o la autoeficacia (este último término acuñado por Bandura) con investigaciones empíricas que intentan, incluso, volverse predictivas. La autoeficacia, por ejemplo, definida como “la capacidad percibida de hacer frente a situaciones específicas, involucra la creencia acerca de las propias capacidades para organizar y ejecutar acciones para alcanzar determinados resultados” (Bandura, 1986); tiene uno de los papeles más relevantes en la predicción del rendimiento académico y en relación con otras variables cognitivas (Bandura, 1982). Así, es posible predecir el éxito del estudiante dentro de un sistema de enseñanza de acuerdo a su alta o baja autoeficacia. Esto es algo a lo que volveremos más adelante.
Un cuarto grupo de estudios dirigen su atención a variables distales como el tipo de institución educativa que se escoge, el lugar en donde se vive o el nivel socioeconómico (Casanova, Cruz, de la Torre y de la Villa, 2005; Eamon, 2005; Jones y White, 2000); mientras que un quinto escogerá variables personales igualmente importantes como las habilidades de estudio o el género del estudiante (Caso y Hernández, 2007). De este modo, la lista podría seguir casi indefinidamente.
En este mismo sentido, Molina (1997, citado por Aguirre, 2008) agrupa las dificultades del aprendizaje en variables de tipo intrínsecas (características biológicas y psicológicas del alumno) y extrínsecas (compensaciones positivas o negativas que pueda producir el ambiente en el que se desenvuelve la persona, ya sean culturales, sociofamiliares y/o pedagógicas).
Dentro de las variables intrínsecas que pueden llevar al estudiante a fallar en su proceso de aprendizaje hallamos básicamente dos tipos: físicas y psíquicas.
Las condiciones físicas incluirían el retraso mental, el Trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad, las enfermedades médicas adquiridas durante la infancia, el déficit sensorial, las condiciones físicas deficientes por herencia o alteraciones cromosómicas, y la invalidez o los defectos físicos.
Los conflictos psíquicos, que suelen producir trastornos mentales y claras alteraciones de la conducta, incluyen la habilidad emocional, la baja autoestima, la testarudez, la baja tolerancia a la frustración, el autoritarismo, la insistencia en que se satisfagan peticiones, la desmoralización, el rechazo por parte de los compañeros, la disforia y los arrebatos emocionales.
Las variables de tipo extrínseco son todas las personas, las cosas y las fuerzas que operan alrededor del alumno y que podrían incluir aspectos como el lugar geográfico en que vive, los cuidados de salud, la alimentación, los maestros, los compañeros, la calle en que juega, las opiniones, los sentimientos, la casa donde habita, su familia y la relación entre cada uno de ellos, el comportamiento entre sí, los hechos que presencia y otros tantos que difícilmente se podrían enumerar. De esta forma, las variables de carácter extrínseco se agrupan en las siguientes: ambiente familiar, ambiente escolar y ambiente social. Todos estos factores forman la personalidad y motivan la conducta.
Un tema aparte del rendimiento académico y que también se encuentra relacionado con éste (Carbonero, 1999), es el de la ansiedad como respuesta emocional; ansiedad que también podría encontrar sentido con el entorno familiar y sus numerosas interrelaciones.
La ansiedad se considera “un estado emocional displacentero vinculado a pensamientos negativos, que involucra la evaluación cognitiva que el individuo hace acerca de la situación que percibe como amenazadora” (Lazarus y Folkman, 1986). Esta emoción se relaciona con la producción del deterioro en el rendimiento académico, aunque no por el displacer que causa, sino por la focalización del estudiante en los pensamientos autoevaluativos que generalmente “suelen ser despreciativos con respecto a sus habilidades” (Carbonero, 1999). En otras palabras, lo que dificulta la tarea no es la tarea en sí; es más bien, que el estudiante se centre en sus inhabilidades y en las fallas obtenidas de experiencias pasadas (Rivas, 1997). Aquí, sería importante destacar el papel que tienen las familias al exigir constantemente a los hijos que se obtengan las mejores calificaciones, así como a recordar con más frecuencia errores pasados y no los éxitos logrados.
La ansiedad, además, afecta más a algunos estudiantes que a otros (Contreras, Espinosa, Esguerra, Haikal, Polanía y Rodríguez, 2005), pues en diferentes casos, la ansiedad resulta adaptativa (Spielberger, 1979). Se considera así cuando puede cumplir una función útil o que favorezca al individuo (Sue, 1996). En este caso, que pueda llegar a mejorar su rendimiento académico (Victor y Ropper, 2002).
Por último y en relación con este tema, cabe destacar que en la orientación del estudiante hacia el aprendizaje, la ansiedad se maneja de manera diferente, pues mientras algunos estudiantes están motivados por la búsqueda de juicios positivos o por el miedo al fracaso, otros se fijan objetivos relacionados con la búsqueda de conocimiento y con la adquisición y perfección de tales habilidades (Huertas, 1997). Unos buscan aprobación (como podría ser el caso de la hija que espera la aceptación del padre en cuanto a las notas de la escuela), y otros tantos, oportunidades de aprendizaje (como el alumno que determina sus propios hábitos de estudio sin necesidad de que alguien más lo haga por él).
Ambiente familiar
“La familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Es en ella en donde el ser humano nace, crece y se desarrolla” (Aguirre, 2008). La familia, como la definió Lafosse (1996), “es un grupo de personas unidas por los lazos del matrimonio, la sangre o la adopción; constituyendo una sola unidad doméstica, interactuando y comunicándose entre ellas en sus funciones sociales respectivas de marido y mujer, madre y padre, hijo e hija, hermano y hermana, creando y manteniendo una cultura común”.
Es un sistema abierto (Bertalanffy, 1968; Watzlavick et al. 1967, citados por Aguirre, 2008) que “funciona en relación y dentro de su amplio contexto socio-cultural y evoluciona a través de su ciclo de vida, operando dentro de los principios aplicables a todo sistema: a saber dentro de la familia como grupo de individuos interrelacionados, un cambio en uno de los miembros afecta a los demás y a la familia como todo”.
Como sea que se defina, la familia es fundamental en el desarrollo de cualquier ser humano. Influye y repercute en muchas otras áreas del individuo y el rendimiento académico no está exento de éstas.
La Organización de las Naciones Unidas (1994) establece los siguientes tipos de familia:
– Familia nuclear, integrada por padres e hijos.
– Familias uniparentales o monoparentales que se forman tras el fallecimiento de uno de los cónyuges, el divorcio, la separación, el abandono o la decisión de no vivir juntos.
– Familias polígamas, en la que el hombre vive con varias mujeres o con menos frecuencia, una mujer que se casa con varios hombres.
– Familias compuestas, que habitualmente incluye tres generaciones, abuelos, padres e hijos que viven juntos.
– Familias extensas, además de tres generaciones, otros parientes tales como tíos, tías, primos o sobrinos que viven en el mismo hogar.
– Familia reorganizada, que vienen de otros matrimonios o que vivan personas que tuvieron hijos con otras parejas.
– Familias migrantes, compuestas por miembros que proceden de otros contextos sociales, generalmente, del campo hacia la ciudad.
– Familias apartadas, cuando existe aislamiento y distancia emocional entre sus miembros (ONU, 1994).
Con base en estas características enunciadas por la ONU y desde la concepción sistémica, entendemos entonces que una familia puede formarse de diferentes maneras y que no es necesario, en el sentido estricto, el lazo sanguíneo. Se seguirá llamando familia mientras se reconozca como grupo o sistema compuesto por subsistemas que son sus miembros y a la vez integrada a un sistema que es la sociedad (Ares, citado por Herrera, 1997). Incluso podrá modificarse, pero persistirá como una estructura estable que se adapta al entorno social en constante cambio (Herrera, 1997).
Ahora bien, y siguiendo con la propuesta de Herrera (1997), el nexo o la interacción que se establece entre cada uno de los miembros de una familia es tan íntimo, que el cambio en uno de ellos provocará modificaciones en los demás, y en consecuencia, en toda la familia. Por decirlo de otra manera: lo que le pase al hijo, ya sea para bien o para mal, desencadenará inevitablemente cambios en toda la familia (sistema). Así, un hijo adolescente que incursiona en el mundo de las drogas que pareciera afectar únicamente él, en realidad afecta a todos los demás miembros, independientemente de si es descubierto o no.
Estas mismas interacciones permiten delimitar el funcionamiento adecuado o inadecuado de las familias (lo que conocemos como familias funcionales o disfuncionales), ya que problemas o situaciones a los que se enfrentan, marcarán la pauta para su clasificación. Precisamente, uno de los síntomas o indicadores de una disfunción familiar podría ser un bajo rendimiento académico del niño. No obstante, y pese a ello, no debemos tachar al niño como el problemático, sino como el portador de las problemáticas familiares (Molina, citado por Herrera, 1997).
¿Qué tareas o fines persigue una familia funcional? Según Dughi (1996), y de acuerdo a un trabajo realizado por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (United Nations Children’s Fund, UNICEF), la familia debe perseguir los siguientes propósitos:
– Asegurar la satisfacción de las necesidades biológicas del niño y complementar sus capacidades apropiadamente en cada fase del desarrollo evolutivo.
– Enmarcar, dirigir y canalizar los impulsos del niño con miras a que llegue a ser un individuo integrado, estable y maduro.
– Enseñar funciones básicas, así como el valor de las instituciones sociales y los comportamientos propios de la sociedad en que se desenvuelve, constituyéndose en el sistema social primario.
– Transmitir técnicas de adaptación de la cultura, como el lenguaje (Dughi, 1996).
Además de éstas, Herrera (1997) propone que las familias funcionales deben promover un desarrollo favorable de la salud para cada uno de sus miembros, para lo que es necesario establecer jerarquías claras (el papel o rol que tienen cada uno, también conocido como principio de identidad), límites claros, comunicación abierta y explícita, y capacidad de adaptación al cambio.
Una familia no es funcional o disfuncional por la cantidad de problemas que tenga, sino por la respuesta que muestra frente a ellos; por la forma en que se adapta a las circunstancias y a los cambios, y por la forma en que estos cambios mantienen una continuidad y fomentan el crecimiento de cada miembro involucrado (Minuchín, 1984). Así, vemos que un ambiente familiar más positivo y adecuado es el que se sobrepone a las dificultades y sale en mayor medida fortalecido, pues no existe vínculo familiar que pueda decir que está libre de todo problema.
Existen otras diferencias significativas entre las llamadas familias funcionales y disfuncionales (Alcaina, 2005). Por ejemplo, en las disfuncionales se observa la ausencia de motivación o de posibilidad al cambio, así como toda clase de resistencias y respuestas de rigidez a sus pautas transaccionales y de límites. Utilizan los mismos patrones de interacción (con resultados infructuosos) y se les dificulta la adaptación y la resolución de problemas. De hecho, y siguiendo con la información proporcionada por el autor, hay datos que parecen confirmar la relación entre la familia disfuncional y la afectación de los miembros, ya sea en el área educativa o del desarrollo afectivo y relacional. El que los padres no se involucren en las actividades de los hijos, su desinterés o su ausencia física, produce efectos circulares negativos y una falta de motivación. Además, estos hallazgos parecen ir más lejos al concluir que estas actitudes parentales podrían transmitirse a futuras generaciones y en consecuencia, situarlos en desventaja en relación con otras familias.
Familia y rendimiento académico
Una vez conceptualizado por separado lo que comprende el ambiente familiar y el rendimiento académico del estudiante, y definida la relación entre ambos; podemos ahondar en cómo “opera” tal relación desde distintas perspectivas de la psicología y las investigaciones realizadas al respecto.
Primero debemos reconocer que son cada vez más los datos que evidencian esta relación de diferentes formas y a distintos niveles, pero más importante que eso es la evidencia encontrada para concluir que el involucramiento de la familia promueve el rendimiento académico, lo eleva y evita en buena medida la deserción escolar (Torres y Rodríguez, 2006). De este modo, el que la familia participe de manera constante y congruente en el desempeño escolar de los hijos hará que éste mejore, siempre y cuando el estudiante perciba claramente ese apoyo.
Los bajos o altos rendimientos del estudiante (en cualquiera de sus niveles) son la respuesta a un complejo mundo que directa o indirectamente afectan al individuo. Ahí están sus características individuales (como las aptitudes, las habilidades y las capacidades, así como sus rasgos de personalidad), las de relación con su medio o socio-familiares (amigos, familia, colonia o lugar en donde vive), y las de su propio entorno escolar (compañeros de escuela, profesores, métodos de enseñanza, entre otros) (Morales et al., 1999). Y por supuesto, las de carácter familiar tienen un papel muy importante.
De cualquier modo, y en este sentido, sería poco ético afirmar que una variable define el curso del rendimiento académico del estudiante, por lo que habría que suponer que el rendimiento académico es una respuesta global multicondicionada y multidimensional (Serrano, citado por Adell, 2002). Por ende, haríamos mal en culpar a unas cuantas causas (o personas) por el fracaso o bajo rendimiento académico de nuestros hijos. Veamos la implicación de esto último en algunos casos:
Ella es una chica adolescente de 17 años, estudiante de bachillerato y soltera. Está triste y no ha dejado de llorar. Ha perdido el apetito, no quiere salir de casa y está evitando las relaciones sociales (sobre todo con amigos). Presenta obesidad moderada, pérdida de interés por las actividades cotidianas, irritabilidad, llanto y lo que ella refiere como “malos pensamientos”. Durante dos meses ha tomado un psicofármaco (Tofranil) que no parece serle de gran ayuda. Tiene ganas de llorar todo el día y hay momentos, según refiere, en que “no le importa nada: ni la ropa ni los estudios”. Se ve gorda y no se siente a gusto con su cuerpo. Dice no poder hacer nada bien y ser una inútil por haber suspendido la dieta que ella misma empezó y se impuso. Piensa que sus amigos la van a rechazar porque se dan cuenta de lo inútil que es. Finalmente, afirma estar cargando con esta tristeza desde hace un año y que su sentir actual se debe a tener que haber reprobado una asignatura.
Ahora bien, y en los temas que nos competen (familia y rendimiento académico), ella manifiesta tener una buena relación con su hermano menor (14 años), aunque no así con la madre o el padre. La madre fue tratada por depresión hace cerca de 10 años y en realidad nunca se han entendido bien. Ella (la madre) asegura que todo el asunto de la depresión se debe a la necesidad de su hija de querer adelgazar. La paciente sigue sin estar de acuerdo. Por otro lado, su padre le dice que son tonterías y la critica. En consecuencia, ella se siente incomprendida y se establece la poca comunicación entre ambos.
En el ámbito educativo, la paciente se siente incapaz y una inútil para los estudios. Fracasa en ellos y esto le ocasiona una pérdida de interés. Ha obtenido malas notas y establece reglas sumamente rígidas para con su rendimiento académico. Al reprobar matemáticas (durante el curso de la terapia) se afirma como que “no vale para los estudios ni para nada”. La paciente es diagnosticada con Distimia (Ruiz, 1989; citado por Ruiz y Cano, s.f.).
Como vemos, la presentación de este caso clínico permite entender las relaciones existentes entre la familia de la paciente y su desempeño en el colegio. De hecho, de acuerdo con Ruiz Sánchez (1989, citado por Ruiz y Cano, s.f.) respecto a este caso, se establece un círculo vicioso resultante tanto de sus pensamientos, estado emocional, así como de sus conductas. El resultado es la depresión manifestada de la siguiente forma: Ella piensa que es una inútil (pensamientos), lo que le produce tristeza e irritabilidad (estado emocional), lo que desencadena la pérdida de interés en el estudio o relaciones (conductas); todo aquello derivado, en parte, del sentimiento de incomprensión respecto a sus padres. Así, sintiéndose incomprendida (quizás por las críticas de su padre), vuelve a pensar que es una inútil y se repite entonces el círculo vicioso.
Veamos ahora el segundo caso:
Una mujer de 15 años, soltera, estudiante de bajo rendimiento, vive con los padres y hermana. El padre es panadero (45 años) y la mamá ama de casa (45 años). La hermana cuenta con 18 años. Está repitiendo un año de educación.
La mujer llega a consulta por sentirse demasiado nerviosa desde hace aproximadamente dos meses, con sensaciones de ahogo y opresión en el pecho. Esta sensación la obliga a romper en llanto, así como a despertarse de forma brusca con los músculos enteramente contraídos. Estas mismas contracciones la imposibilitan para moverse, lo que le ocasiona una terrible angustia. Según ella, el problema comenzó hace dos meses cuando un vecino joven murió inesperadamente a causa de un infarto, lo que le hizo recordar que también su abuela había fallecido por motivos similares. Además, dice ser muy sensible a las discusiones entre sus padres (referentes al trabajo), y que esa tensión es la que la pone nerviosa (Ruiz, 1990; citado por Ruiz y Cano, s.f.).
Hasta aquí, podríamos encontrar ya la relación entre lo que sucede dentro de la familia y la sintomatología de la chica adolescente. Sin embargo, hay un par de variables más que parecen estar atenuando el problema. La paciente refiere ser continuamente comparada por los padres con su hermana mayor, sobre todo en lo concerniente a los estudios y ocasionando que ella se sienta iracunda y que la traten injustamente. Se cree inferior a su hermana y manifiesta celos por ella. En sus palabras: “soy un cero a la izquierda para mis padres en comparación a mi hermana”.
La otra situación que se asocia a la problemática actual de la adolescente es la “falta de afecto” por parte de los padres. Ocupados en su trabajo “no me hacen caso”. Cree que su familia le presta poca atención, evita hablar de sus problemas con ellos y refiere que su madre no la escucha pero que debería hacerlo. La paciente es diagnosticada con Trastorno por crisis de angustia (T. Pánico) (Ruiz, 1990).
Nuevamente se evidencia la interrelación entre los síntomas de la paciente y el entorno familiar y escolar en el que se desarrolla. Aunque no se menciona en el caso, podemos inferir que uno de los motivos que probablemente influye en el bajo rendimiento de la joven es no poder cumplir con las altas expectativas generadas por sus padres. Es probable que al sentirse inferior respecto a su hermana, ella fracase en los estudios (lo que en la terapia cognitiva se denominaría profecía auto-realizada), creando en ella el sentimiento de incapacidad o de “no poder estar a la altura”. Según la hipótesis de Ruiz Sánchez (1990) respecto al caso: “los problemas parentales, las relaciones con ellos (no asertivas), los recuerdos de muerte, su valoración de injusticia y personalización comparativa, genera un estado de ansiedad general sobre la que la paciente aplica un esquema de amenaza (temor a morir de infarto), produciendo las crisis de angustia”.
De acuerdo con la otra vertiente, los padres no deben suponer que la causa del fracaso escolar en sus hijos es exclusivamente, o en mayor medida, familiar, sino que también puede ser resultado de factores biológicos.
CONCLUSIONES
En esta primera parte del artículo se han planteado datos de investigaciones que confirman el impacto de la relación entre el rendimiento académico y la influencia familiar, así como los factores que influyen en cada uno. Se exploraron los factores biopsicosociales que detonan la aparición del fracaso escolar.
En la segunda parte de este trabajo que se presentará en el número 4 de la revista se plantearán los caminos para erradicar el problema. Y se sugerirán herramientas que mejoren el aprovechamiento escolar del estudiante y que pueden ser promovidas por la familia, tales como la autoeficacia, la motivación, la asertividad, la comunicación o la autorregulación.
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